lunes, 13 de diciembre de 2010

Describiendo Valdegeña...


Cierro los ojos, paso la última curva del camino y ya lo diviso a lo lejos como si de un espejismo se tratase. En medio de la nada parece que las montañas lo arropasen y aún así nadie lo protege del frío soriano.

Sus casas, humildes y robustas, son como soldados que erguidos y sin cansarse aguardan a los vientos enemigos que pretenden arrasar con la vida que allí queda.

El valle del infierno, se queda despoblado, y sin un alma por las calles, descubres sus encantos. Ya, sin renacuajos en el pilón y sin vacas en la dehesa, sientes que las cosas están cambiando demasiado rápido.

Pero de repente notas su cielo castellano en el que sumergirse es inevitable, el olor tan peculiar al llegar que te trae los recuerdos de la niñez, su misterioso silencio que te embriaga, sus gentes tan sorianas y a la vez tan distintas entre si y sus costumbres que se desvanecen con el paso de los años, no son más que el tesoro que nos está robando el tiempo.

Vas desde el barranco hasta el barrio de la Balsa, pasando por la Plaza Vieja, la Escuela, el frontón, la estatua de Silvestrito (tócale la cabeza y aprobarás las mates), el barrio alto, la fuente, el lavadero, la era, tu peña, la mía y la fragua, es ahí cuando te das cuenta que desde lo más alto, su Iglesia vigila tus pasos, su historia se ve en sus muros, y entonces descubres que hay tesoros que aun están inexplorados.

En apenas cuarto de hora te das cuenta de la magia que hay tras los pasos que acabas de dar. Puede que sea el cariño, o tal vez el orgullo de haber pertenecido a su tradición lo que te hace ver Valdegeña como un regalo de los Dioses, pero sin duda los días que se viven allí quedan grabados muy adentro.
 

Clara